Internacional, Análisis/ Resumen Latinoamericano/ Por Atilio
Borón/ 09/01/2015.– El atentado terrorista perpetrado en las oficinas de
Charlie Hebdo debe ser condenado sin atenuantes. Es un acto brutal,
criminal, que no tiene justificación alguna. Es la expresión
contemporánea de un fanatismo religioso que -desde tiempos inmemoriales y
en casi todas las religiones conocidas- ha plagado a la humanidad con
muertes y sufrimientos indecibles. La barbarie perpetrada en París
concitó el repudio universal. Pero parafraseando a un enorme intelectual
judío del siglo XVII, Baruch Spinoza, ante tragedias como esta no basta
con llorar, es preciso comprender. ¿Cómo dar cuenta de lo sucedido?
La respuesta no puede ser simple porque son múltiples los factores
que se amalgamaron para producir tan infame masacre. Descartemos de
antemano la hipótesis de que fue la obra de un comando de fanáticos que,
en un inexplicable rapto de locura religiosa, decidió aplicar un
escarmiento ejemplar a un semanario que se permitía criticar ciertas
manifestaciones del Islam y también de otras confesiones religiosas. Que
son fanáticos no cabe ninguna duda. Creyentes ultraortodoxos abundan en
muchas partes, sobre todo en Estados Unidos e Israel. Pero, ¿cómo
llegaron los de París al extremo de cometer un acto tan execrable y
cobarde como el que estamos comentando? Se impone distinguir los
elementos que actuaron como precipitantes o desencadenantes –por
ejemplo, las caricaturas publicadas por el Charlie Hebdo, blasfemas para
la fe del Islam- de las causas estructurales o de larga duración que se
encuentran en la base de una conducta tan aberrante. En otras palabras,
es preciso ir más allá del acontecimiento, por doloroso que sea, y
bucear en sus determinantes más profundos.
A partir de esta premisa metodológica hay un factor que merece
especial consideración. Nuestra hipótesis es que lo sucedido es un
lúgubre síntoma de lo que ha sido la política de Estados Unidos y sus
aliados en Medio Oriente desde fines de la Segunda Guerra Mundial. Es el
resultado paradojal –pero previsible, para quienes están atentos al
movimiento dialéctico de la historia- del apoyo que la Casa Blanca le
brindó al radicalismo islámico desde el momento en que, producida la
invasión soviética a Afganistán en Diciembre de 1979, la CIA determinó
que la mejor manera de repelerla era combinar la guerra de guerrillas
librada por los mujaidines con la estigmatización de la Unión Soviética
por su ateísmo, convirtiéndola así en una sacrílega excrecencia que
debía ser eliminada de la faz de la tierra. En términos concretos esto
se tradujo en un apoyo militar, político y económico a los supuestos
“combatientes por la libertad” y en la exaltación del fundamentalismo
islamista del talibán que, entre otras cosas, veía la incorporación de
las niñas a las escuelas afganas dispuesta por el gobierno prosoviético
de Kabul como una intolerable apostasía. Al Qaeda y Osama bin Laden son
hijos de esta política. En esos aciagos años de Reagan, Thatcher y Juan
Pablo II, la CIA era dirigida por William Casey, un católico
ultramontano, caballero de la Orden de Malta cuyo celo religioso y su
visceral anticomunismo le hicieron creer que, aparte de las armas, el
fomento de la religiosidad popular en Afganistán sería lo que acabaría
con el sacrílego “imperio del mal” que desde Moscú extendía sus
tentáculos sobre el Asia Central. Y la política seguida por Washington
fue esa: potenciar el fervor islamista, sin medir sus predecibles
consecuencias a mediano plazo.
Horrorizado por la monstruosidad del genio que se le escapó de la
botella y produjo los confusos atentados del 11 de Septiembre (confusos
porque las dudas acerca de la autoría del hecho son muchas más que las
certidumbres) Washington proclamó una nueva doctrina de seguridad
nacional: la “guerra infinita” o la “guerra contra el terrorismo”, que
convirtió a las tres cuartas partes de la humanidad en una tenebrosa
conspiración de terroristas (o cómplices de ellos) enloquecidos por su
afán de destruir a Estados Unidos y el “modo americano de vida” y
estimuló el surgimiento de una corriente mundial de la “islamofobia”.
Tan vaga y laxa ha sido la definición oficial del terrorismo que en la
práctica este y el Islam pasaron a ser sinónimos, y el sayo le cabe a
quienquiera que sea un crítico del imperialismo norteamericano. Para
calmar a la opinión pública, aterrorizada ante los atentados, los
asesores de la Casa Blanca recurrieron al viejo método de buscar un
chivo expiatorio, alguien a quien culpar, como a Lee Oswald, el
inverosímil asesino de John F. Kennedy. George W. Bush lo encontró en la
figura de un antiguo aliado, Saddam Hussein, que había sido encumbrado a
la jefatura del estado en Irak para guerrear contra Irán luego del
triunfo de la Revolución Islámica en 1979, privando a la Casa Blanca de
uno de sus más valiosos peones regionales. Hussein, como Gadaffi años
después, pensó que habiendo prestado sus servicios al imperio tendría
las manos libres para actuar a voluntad en su entorno geográfico
inmediato. Se equivocó al creer que Washington lo recompensaría
tolerando la anexión de Kuwait a Irak, ignorando que tal cosa era
inaceptable en función de los proyectos estadounidenses en la región. El
castigo fue brutal: la primera Guerra del Golfo (Agosto 1990-Febrero
1991), un bloqueo de más de diez años que aniquiló a más de un millón de
personas (la mayoría niños) y un país destrozado. Contando con la
complicidad de la dirigencia política y la prensa “libre, objetiva e
independiente” dentro y fuera de Estados Unidos la Casa Blanca montó una
patraña ridícula e increíble por la cual se acusaba a Hussein de poseer
armas de destrucción masiva y de haber forjado una alianza con su
archienemigo, Osama bin Laden, para atacar a los Estados Unidos. Ni
tenía esas armas, cosa que era archisabida; ni podía aliarse con un
fanático sunita como el jefe de Al Qaeda, siendo él un ecléctico en
cuestiones religiosas y jefe de un estado laico.
Impertérrito ante estas realidades, en Marzo del 2003 George W. Bush
dio inicio a la campaña militar para escarmentar a Hussein: invade el
país, destruye sus fabulosos tesoros culturales y lo poco que quedaba en
pie luego de años de bloqueo, depone a sus autoridades, monta un
simulacro de juicio donde a Hussein lo sentencian a la pena capital y
muere en la horca. Pero la ocupación norteamericana, que dura ocho años,
no logra estabilizar económica y políticamente al país, acosada por la
tenaz resistencia de los patriotas iraquíes. Cuando las tropas de
Estados Unidos se retiran se comprueba su humillante derrota: el
gobierno queda en manos de los chiítas, aliados del enemigo público
número uno de Washington en la región, Irán, e irreconciliablemente
enfrentados con la otra principal rama del Islam, los sunitas. A los
efectos de disimular el fracaso de la guerra y debilitar a una Bagdad si
no enemiga por lo menos inamistosa -y, de paso, controlar el avispero
iraquí- la Casa Blanca no tuvo mejor idea que replicar la política
seguida en Afganistán en los años ochentas: fomentar el fundamentalismo
sunita y atizar la hoguera de los clivajes religiosos y las guerras
sectarias dentro del turbulento mundo del Islam. Para ello contó con la
activa colaboración de las reaccionarias monarquías del Golfo, y muy
especialmente de la troglodita teocracia de Arabia Saudita, enemiga
mortal de los chiítas y, por lo tanto, de Irán, Siria y de los
gobernantes chiítas de Irak.
Claro está que el objetivo global de la política estadounidense y,
por extensión, de sus clientes europeos, no se limita tan sólo a Irak o
Siria. Es de más largo aliento pues procura concretar el rediseño del
mapa de Medio Oriente mediante la desmembración de los países
artificialmente creados por las potencias triunfantes luego de las dos
guerras mundiales. La balcanización de la región dejaría un archipiélago
de sectas, milicias, tribus y clanes que, por su desunión y rivalidades
mutuas no podrían ofrecer resistencia alguna al principal designio de
“humanitario” Occidente: apoderarse de las riquezas petroleras de la
región. El caso de Libia luego de la destrucción del régimen de Gadaffi
lo prueba con elocuencia y anticipó la fragmentación territorial en
curso en Siria e Irak, para nombrar los casos más importantes. Ese es el
verdadero, casi único, objetivo: desmembrar a los países y quedarse con
el petróleo de Medio Oriente. ¿Promoción de la democracia, los derechos
humanos, la libertad, la tolerancia? Esos son cuentos de niños, o para
consumo de los espíritus neocolonizados y de la prensa títere del
imperio para disimular lo inconfesable: el saqueo petrolero.
El resto es historia conocida: reclutados, armados y apoyados
diplomática y financieramente por Estados Unidos y sus aliados, a poco
andar los fundamentalistas sunitas exaltados como “combatientes por la
libertad” y utilizados como fuerzas mercenarias para desestabilizar a
Siria hicieron lo que en su tiempo Maquiavelo profetizó que harían todos
los mercenarios: independizarse de sus mandantes, como antes lo
hicieran Al Qaeda y bin Laden, y dar vida a un proyecto propio: el
Estado Islámico. Llevados a Siria para montar desde afuera una infame
“guerra civil” urdida desde Washington para producir el anhelado “cambio
de régimen” en ese país, los fanáticos terminaron ocupando parte del
territorio sirio, se apropiaron de un sector de Irak, pusieron en
funcionamiento los campos petroleros de esa zona y en connivencia con
las multinacionales del sector y los bancos occidentales se dedican a
vender el petróleo robado a precio vil y convertirse en la guerrilla más
adinerada del planeta, con ingresos estimados de 2.000 millones de
dólares anuales para financiar sus crímenes en cualquier país del mundo.
Para dar muestras de su fervor religioso las milicias jihadistas
degüellan, decapitan y asesinan infieles a diestra y siniestra, no
importa si musulmanes de otra secta, cristianos, judíos o agnósticos,
árabes o no, todo en abierta profanación de los valores del Islam. Al
haber avivado las llamas del sectarismo religioso era cuestión de tiempo
que la violencia desatada por esa estúpida y criminal política de
Occidente tocara las puertas de Europa o Estados Unidos. Ahora fue en
París, pero ya antes Madrid y Londres habían cosechado de manos de los
ardientes islamistas lo que sus propios gobernantes habían sembrado
inescrupulosamente.
De lo anterior se desprende con claridad cuál es la génesis oculta de
la tragedia del Charlie Hebdo. Quienes fogonearon el radicalismo
sectario mal podrían ahora sorprenderse y mucho menos proclamar su falta
de responsabilidad por lo ocurrido, como si el asesinato de los
periodistas parisinos no tuviera relación alguna con sus políticas. Sus
pupilos de antaño responden con las armas y los argumentos que les
fueron inescrupulosamente cedidos desde los años de Reagan hasta hoy.
Más tarde, los horrores perpetrados durante la ocupación norteamericana
en Irak los endurecieron e inflamaron su celo religioso. Otro tanto
ocurrió con las diversas formas de “terrorismo de estado” que las
democracias capitalistas practicaron, o condonaron, en el mundo árabe:
las torturas, vejaciones y humillaciones cometidas en Abu Ghraib,
Guantánamo y las cárceles secretas de la CIA; las matanzas consumadas en
Libia y en Egipto; el indiscriminado asesinato que a diario cometen los
drones estadounidenses en Pakistán y Afganistán, en donde sólo dos de
cada cien víctimas alcanzadas por sus misiles son terroristas; el
“ejemplarizador” linchamiento de Gadaffi (cuya noticia provocó la
repugnante carcajada de Hillary Clinton); el interminable genocidio al
que son periódicamente sometidos los palestinos por Israel, con la
anuencia y la protección de Estados Unidos y los gobiernos europeos,
crímenes, todos estos, de lesa humanidad que sin embargo no conmueven la
supuesta conciencia democrática y humanista de Occidente. Repetimos:
nada, absolutamente nada, justifica el crimen cometido contra el
semanario parisino. Pero como recomendaba Spinoza hay que comprender las
causas que hicieron que los jihadistas decidieran pagarle a Occidente
con su misma sangrienta moneda. Nos provoca náuseas tener que narrar
tanta inmoralidad e hipocresía de parte de los portavoces de gobiernos
supuestamente democráticos que no son otra cosa que sórdidas
plutocracias. Hubo quienes, en Estados Unidos y Europa, condenaron lo
ocurrido con los colegas de Charlie Hebdo por ser, además, un atentado a
la libertad de expresión. Efectivamente, una masacre como esa lo es, y
en grado sumo. Pero carecen de autoridad moral quienes condenan lo
ocurrido en París y nada dicen acerca de la absoluta falta de libertad
de expresión en Arabia Saudita, en donde la prensa, la radio, la
televisión, la Internet y cualquier medio de comunicación está sometido a
una durísima censura. Hipocresía descarada también de quienes ahora se
rasgan las vestiduras pero no hicieron absolutamente nada para detener
el genocidio perpetrado por Israel hace pocos meses en Gaza. Claro,
Israel es uno de los nuestros dirán entre sí y, además, dos mil
palestinos, varios centenares de ellos niños, no valen lo mismo que la
vida de doce franceses. La cara oculta de la hipocresía es el más
desenfrenado racismo.
Disponible en http://www.resumenlatinoamericano.org/?p=7619 ; http://www.rebelion.org/noticia.php?id=194101 ; http://www.aporrea.org/internacionales/a200780.html
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